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Para entonces lo que quedaba de la influencia de los papas en este centro era el grueso de su marco normativo –las constituciones de Martín V de 1422– y un puñado de privilegios entre los que se encontraba el otorgado por Paulo III en 1543, que concedía a la Universidad la facultad de corregir, reformar, ampliar, restringir o anular las constituciones pontificias y hacer otras nuevas, con el acuerdo de las dos terceras partes del claustro pleno y bajo la condición de que no fuesen contrarias a los sagrados cánones.1 Conseguida en la etapa de mayor gloria del centro, la bula paulina habría supuesto un impulso decisivo al fortalecimiento corporativo de la institución si no fuera por la tutela sobre ella que correspondía a los reyes en su condición de patronos y fundadores del Estudio y en base a la cual se justificó su progresivo intervencionismo. En lo relativo al ejercicio de la facultad estatutaria, tal tutela se concretaba en la necesaria confirmación en el Consejo Real de cualquier reforma normativa que aprobara la Universidad, y de hecho así se venía haciendo desde que en el año 1538 vieran la luz sus primeros estatutos impresos. De ahí que resultara infructuoso el intento del claustro salmantino de conseguir en 1557 la licencia del rey Felipe II para elaborar estatutos sin necesidad de esa confirmación, lo que habría supuesto el disfrute de la plena autonomía estatutaria.2 Denegada la autorización, el alcance efectivo de la bula de Paulo III quedó en realidad limitado a remover un obstáculo en beneficio de la Monarquía, al posibilitar que la Universidad hiciera de puente entre ella y el Papado a la hora de disponer cualquier reforma que significase una alteración de las constituciones pontificias.

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