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Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decía: Yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era más sabio, porque no creía saber lo que no sabía.

Desde allí me fui a casa de otro, que se le tenía por más sabio que el anterior, me encontré con lo mismo, y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fui en busca de otros, conociendo bien que me hacía odioso, y haciéndome violencia, porque temía los resultados; pero me parecía que debía, sin dudar, preferir a todas las cosas la voz del dios, y para dar con el verdadero sentido del oráculo, ir de puerta en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputación; pero ¡oh dios!, he aquí, atenienses, el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la verdad; todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, me parecieron no serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor disposición para serlo.

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