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Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí: ¿Qué quiere decir el dios? ¿Qué sentido ocultan estas palabras? Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni pequeña, ni grande. ¿Qué quiere, pues, decir al declararme el más sabio de los hombres? Porque él no miente. La divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que por último, después de gran trabajo, me propuse hacer la prueba siguiente: Fui a casa de uno de nuestros conciudadanos, que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creía que allí, mejor que en otra parte, encontraría materiales para rebatir el oráculo, y presentarle un hombre más sabio que yo, por más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este hombre, de quien baste deciros que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de descubrir su nombre, y conversando con él, me encontré, con que todo el mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal, y que en realidad no lo era. Después de este descubrimiento me esforcé en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creía ser, y he aquí ya lo que me hizo odioso a este hombre y a los amigos suyos que asistieron a la conversación.

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