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Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos trabajos que emprendí para conocer el sentido del oráculo.

Después de estos grandes hombres de Estado me fui a los poetas, tanto a los que hacen tragedias como a los poetas ditirámbicos[10] y otros, no dudando que con ellos se me cogería in fraganti, como suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querían decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instrucción. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, incluidos los mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus poemas. Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí, que a título de poetas se creían los más sabios en todas materias, si bien nada entendían. Les dejé, pues, persuadido que era yo superior a ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los hombres políticos.

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