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Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas con dos suertes de acusadores, como os he dicho: los que me están acusando hace mucho tiempo, y los que ahora me citan ante el tribunal; y creedme, os lo suplico, es preciso que yo responda por lo pronto a los primeros, porque son los primeros a quienes habéis oído y han producido en vosotros más profunda impresión.

Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y arrancar de vuestro espíritu, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia envejecida, y que ha echado en vosotros profundas raíces. Desearía con todo mi corazón, que fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi apología pudiese servir para mi justificación. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión. Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse.

Remontémonos, pues, al primer origen de la acusación, sobre la que he sido tan desacreditado y que ha dado a Méleto confianza para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué decían mis primeros acusadores? Porque es preciso presentar en forma su acusación, como si apareciese escrita y con los juramentos recibidos. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas».

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