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Éste era indudablemente el voto secreto del acusado, puesto que en la última parte de la Apología, una vez pronunciada la pena, dejó ver una alegría que no era figurada. Su demonio familiar le había advertido el resultado que daría el procedimiento, inspirándole la idea de no defenderse, y su muerte era a sus ojos la suprema sanción de sus doctrinas y el último acto necesario de su destino. Así es que la idea que desde aquel acto le preocupó más, fue probar que miraba la muerte como un bien. De dos cosas, una: o la muerte es un anonadamiento absoluto, y entonces es una ventaja escapar por la insensibilidad a todos los males de la vida, o es el tránsito de un lugar a otro, y en este caso ¿no es la mayor felicidad verse trasportado a la mansión de los justos? Esta despedida de la vida, llena de serenidad y de esperanza, deja tranquilo el pensamiento sobre la creencia consoladora y sublime de la inmortalidad; creencia que una boca pagana jamás había reconocido hasta entonces con palabras tan terminantes. Ella implica ciertamente la distinción absoluta del alma y del cuerpo y la espiritualidad del alma. Aquí se ve que la Apología de Sócrates, si bien está escrita en la forma ordinaria de las defensas forenses, en el fondo es menos política que filosófica, y Platón no la ha sometido tanto al examen de los ciudadanos de Atenas, como a la de los filósofos y moralistas de todos los países. Si su objeto principal hubiera sido justificar civilmente la conducta de su maestro, su defensa sería pobre, porque no consiguió probar, ni la falsedad de las acusaciones intentadas contra Sócrates, ni su inocencia ante las leyes atenienses. ¿Sócrates había atacado realmente la religión y las instituciones religiosas de Atenas? Ésta es la cuestión.

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