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SÓCRATES. —¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Méleto, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa.

APOLOGÍA DE SÓCRATES

Argumento[1] de la Apología de Sócrates por Patricio de Azcárate

La apología puede dividirse en tres partes, cada una de las cuales tiene su objeto.

En la primera parte, la que precede a la deliberación de los jueces sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado, Sócrates responde en general a todos los adversarios que le han ocasionado su manera de vivir lejos de los negocios públicos y sus conversaciones de todos los días en las plazas, en las encrucijadas y en los paseos de Atenas. Sócrates, se decía, es un hombre peligroso, que intenta penetrar los misterios del cielo y de la tierra, que tiene la habilidad de hacer buena la peor causa, y que enseña públicamente el secreto. Sócrates responde que jamás se ha mezclado en las cosas divinas; que su enseñanza no era como la de los sofistas que exigían un salario, si bien sobre este último punto no había acusación. En fin, en apoyo de esta enseñanza popular, esforzándose en hacer ver a los unos su falsa ciencia, y a los otros su ignorancia, invoca una misión sagrada recibida del dios de Delfos. ¿Era éste el camino de congraciarse, teniendo en frente los resentimientos profundos que hacía mucho tiempo había excitado su punzante ironía? No; toda esta justificación, que elude los cargos más bien que los rechaza, solo podía servir para aumentar la desconfianza de los jueces, prevenidos ya en su contra.

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