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CRITIAS. —Pero no, Sócrates, eso no es posible. Si crees que mis palabras conducen necesariamente a esta consecuencia, prefiero retirarlas, quiero más confesar sin rubor que me he expresado inexactamente, que conceder que se pueda ser sabio sin conocerse a sí mismo. No estoy distante de definir la sabiduría como el conocimiento de sí mismo, y de hecho soy de la misma opinión del que colocó en el templo de Delfos una inscripción de este género: «Conócete a ti mismo». Esta inscripción es, a mi parecer, el saludo que el dios dirige a los que entran, en lugar de la fórmula ordinaria: «Sé dichoso»; creyendo al parecer que este saludo no es conveniente, y que a los hombres debe desearse, no la felicidad, sino la sabiduría. He aquí en qué términos tan diferentes de los nuestros habla el dios a los que entran en su templo, y yo comprendo bien el pensamiento del autor de la inscripción. «Sé sabio», dice a todo el que llega; lenguaje un poco enigmático, como el de un adivino. Conócete a ti mismo y sé sabio es la misma cosa, por lo menos así lo pensamos la inscripción y yo. Pero puede verse en esto una diferencia, y es el caso de los que han grabado inscripciones más recientes: nada en demasía; date en caución y no estás lejos de tu ruina. Han tomado la sentencia: conócete a ti mismo, por un consejo, y no por el saludo del dios a los que entran. Y queriendo hacer ver, que también ellos eran capaces de dar útiles consejos, han grabado estas máximas sobre los muros del edificio. He aquí, Sócrates, adonde tiende este discurso. Todo lo que precede te lo abandono. Quizá la razón está de tu parte; quizá de la mía. En todo caso, nada de sólido hemos dicho. Pero ahora estoy resuelto a sostenerme con razones, sino me concedes que la sabiduría consiste en conocerse a sí mismo.

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