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LAQUES: —Mi opinión es sencilla, Nicias, o por mejor decir, no lo es; porque no es siempre la misma. Unas veces me arrebatan estos discursos, y otras veces no los sufro. Cuando oigo a un hombre que habla de la virtud y de la ciencia, y que es un verdadero hombre, digno de sus propias convicciones, me encanta, es para mí un placer inexplicable ver que sus palabras y sus acciones están perfectamente de acuerdo, y se me figura que es el único músico que sostiene una armonía perfecta, no con una lira, ni con otros instrumentos, sino con el tono de su propia vida; porque todas sus acciones concuerdan con todas sus palabras, no según el tono lidio, frigio, o jónico, sino según el tono dórico,[3] único que merece el nombre de armonía griega. Cuando un hombre de estas condiciones habla, me encanta, me llena de gozo y no hay nadie que no crea que estoy loco al oír sus discursos; tal es la avidez con que escucho sus palabras. Pero el que hace todo lo contrario me aflige cruelmente, y cuanto mejor parece explicarse, tanta mayor es mi aversión a los discursos. Aún no conozco a Sócrates por sus palabras, pero lo conozco por sus acciones, y lo he considerado muy digno de pronunciar los más bellos discursos y de hablar con entera franqueza; y si lo hace como decís, estoy dispuesto a conversar con él. Estaré gustoso en que me examine, y no llevaré a mal que me instruya, porque sigo el dictamen de Solón: que es preciso aprender siempre, aun envejeciendo. Solo añado a su máxima lo siguiente; que solo debe aprenderse de los hombres de bien. Porque precisamente se me ha de conceder, que el que enseña debe ser un hombre de bien, para que no tenga yo repugnancia; y no se interprete mi disgusto por indocilidad. Por lo demás, que el maestro sea más joven que yo, que carezca de reputación y otras cosas semejantes, me importa muy poco. Así, pues, Sócrates, queda de tu cuenta examinarme, instruirme y preguntarme lo que yo sé. Éstos son mis sentimientos para contigo desde el día en que corrimos juntos un gran peligro, y en que diste pruebas de tu virtud, tales como el hombre más de bien podía haber dado. Dime, pues, lo que quieras, sin que mi edad te detenga en manera alguna.

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