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—Está perfectamente. Ahora vamos tú y yo a casa de Protágoras, dispuestos a darle todo lo que pida por tu instrucción, hasta donde alcance nuestra fortuna; y si no alcanza, acudiremos a los amigos. Si alguno, viendo este empeño tan decidido, nos preguntase: «Sócrates e Hipócrates, decidme, dando este dinero a Protágoras, ¿a qué hombre creéis darlo?», ¿qué le responderíamos? ¿Con qué nombre conocemos a Protágoras, como conocemos a Fidias con el de estatuario, y a Homero con el de poeta? ¿Cómo se llama a Protágoras?
—Se llama a Protágoras un sofista, Sócrates.
—Bueno —le dije—, vamos a dar nuestro dinero a un sofista.
—Ciertamente.
—¿Y si el mismo hombre, continuando, te preguntase lo que quieres hacerte tú con Protágoras?
A estas palabras, mi hombre ruborizándose, porque el día estaba ya claro para observar el cambio de semblante, si hemos de seguir, me dijo, nuestro principio, es claro que yo me quiero hacer un sofista.
—¡Cómo! ¿Tendrías valor para darte por sofista a la faz de los griegos?