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—Si tengo de decir la verdad, te juro, Sócrates, que me daría vergüenza.
—¡Ah!, ya te entiendo, mi querido Hipócrates, tu intención no es de ir a la escuela de Protágoras, sino como has ido a la de un gramático, a la de un tocador de lira o un maestro de gimnasia; porque tú no has ido a casa de todos estos maestros para estudiar a fondo su arte, y para hacerte profesor, sino solo para ejercitarte y aprender lo que un ciudadano, un hombre libre, debe necesariamente saber.
—Sí —me dijo—, he aquí el provecho que justamente quiero sacar de Protágoras.
—¿Pero sabes lo que vas a hacer? —le dije.
—¿Qué?
—Vas a poner tu alma en manos de un sofista, y apostaré a que no sabes qué es un sofista. No sabiendo lo que es, tampoco sabes a quién vas a confiar lo más precioso que tú tienes e ignoras si lo pones en buenas o en malas manos.
—¿Por qué?; yo creo saberlo.
—Dime, pues, lo que es un sofista.
—Un sofista, como su mismo nombre lo demuestra, es un hombre hábil que sabe muchas y buenas cosas.
—Lo mismo se puede decir de un pintor o de un arquitecto. Son gentes hábiles, que saben muy buenas cosas. Pero si alguno nos preguntase en qué son hábiles, no dejaríamos de contestarles que en todo lo relativo a hacer cuadros y construir edificios. Si se nos preguntase en qué es hábil un sofista, ¿qué le responderíamos? ¿Cuál es precisamente el arte de que hace profesión? ¿Qué diríamos que es?