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Yo que conozco a Hipócrates como un hombre de corazón, y que le veía todo azorado, le dije:

—¿Pero qué es? ¿Protágoras te ha hecho alguna injuria?

—Sí, por los dioses —me respondió riéndose—, me ha hecho la injuria de ser sabio él solo, y no hacerme a mí sabio.

—¡Oh! —le dije—, y si le das dinero y le puedes comprometer a que te admita por discípulo, también te haría sabio.

—¡Quieran Zeus y los demás dioses que así sea! —me dijo—; gastaré hasta el último óbolo y agotaré la bolsa de mis amigos, si tal sucede. Lo que me trae es suplicarte que le hables por mí; porque además de que yo soy demasiado joven, jamás le he visto ni conocido, pues cuando hizo aquí su primera venida, era yo un niño. Pero oigo decir a todo el mundo muy bien de él y se asegura que es el más elocuente de los hombres. ¿No será bueno que vayamos a su casa antes de que salga? Me han dicho que está en casa de Calias, hijo de Hipónico; vamos allá, te lo suplico encarecidamente.

—Es demasiado temprano —le dije—, pero vamos a pasearnos a mi pórtico; allí hablaremos hasta que rompa el día, y después iremos; te aseguro que le encontraremos, porque Protágoras no sale.

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