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La discusión hasta ahora aparece muy superficial, porque no sale del dominio de los hechos y de los accidentes, sin remontar a un principio. Sócrates, cambiando de táctica, emprende el tratar la cuestión a fondo. Partiendo del principio evidente de que para saber si la virtud puede ser enseñada, es necesario saber en qué consiste, pregunta a Protágoras si la virtud a sus ojos es una en su esencia o compuesta de partes independientes las unas de las otras, como la justicia, la templanza, el valor. El sofista se esfuerza en sostener la última opinión, hasta que Sócrates lo obliga insensiblemente, por una cadena indisoluble de concesiones, a contradecirse a sí mismo, y, en fin, a convenir, a pesar suyo, en que la virtud es una por naturaleza. Sostener que se compone de partes absolutamente distintas, es confesar, por lo pronto, que cada una de estas partes nada tiene en sí de la esencia de la otra, de suerte que la justicia excluiría al valor, y la santidad a la justicia. De aquí esta consecuencia absurda: que la justicia no puede ser valiente, ni la santidad justa. En segundo lugar, si las partes de la virtud se oponen las unas a las otras, una misma cosa podría tener muchas contrarias, lo que implica contradicción. No, la virtud es una en su esencia, una en su esfuerzo, y todas estas partes, que se separan indebidamente, no son otra cosa que modos diversos de la virtud; diversos, pero no exclusivos, contenidos y unidos en su esencia misma, como las consecuencias lo están en su principio. Diferentes en apariencia y solamente de nombre, estas virtudes en el fondo se llaman la una a la otra, se encadenan, se asocian, y no forman más que un todo. He aquí cómo Sócrates, bajo la idea de virtud, abrazando todas las virtudes particulares, establece un principio, que los estoicos, después de él, falsearon exagerándolo. Considerada de esta manera, la virtud no entra en el alma, como lo pretende Protágoras, por una enseñanza progresiva y diversa que poco a poco la penetre por el precepto y por el ejemplo, para que nazca en ella, primero la justicia y después el valor. La virtud con sus dones diversos nace de la inspiración de una naturaleza honesta, que por su propio esfuerzo abraza a la vez la esencia y todos los modos, debido al sentimiento innato del bien, que la precede y que la crea. Esta ciencia verdaderamente anterior y superior a la virtud, ninguno puede enseñarla, porque cada uno debe sacarla de sí mismo; nace con nosotros.

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