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Era preciso dar representación a estas escenas de comedia, en las que Protágoras desempeña el papel de corifeo de los sofistas, mientras que Sócrates se complace en tomar, tan pronto el papel de un farsante burlón, tan pronto el de un espectador descontento y despiadado, y de aquí el objeto de la discusión producido naturalmente por la situación del joven hijo de Apolodoro. Hipócrates solicitó, en efecto, de Sócrates que le proporcionara un maestro capaz de enseñar lo que debe saber un joven de su edad. ¿Qué otra cosa puede ser sino la virtud?, ¿la virtud puede ser enseñada?; he aquí la cuestión. Protágoras sostiene la afirmativa, y Sócrates la tesis contraria; y este debate contradictorio forma el curso de este diálogo, que algunas líneas bastarán para resumir.
Protágoras, para darse importancia a los ojos de Sócrates y de la gente que le rodea, se alaba de enseñar el arte de gobernar los negocios privados y públicos, es decir, la política. Sócrates se sorprende de que la política pueda enseñarse, por la sencilla razón de que los negocios públicos son, entre todos, los únicos sobre los que los ciudadanos de todas las condiciones y de todas las profesiones son admitidos diariamente a dar su dictamen, y esto sin haber recibido jamás ninguna enseñanza. También lo extrañó por esta otra razón, y es que los más grandes políticos, Pericles, por ejemplo, jamás han podido trasmitir a sus hijos su propia habilidad.