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Poco impresionado con estos dos argumentos, el sofista propone con confianza dar, ya con el auxilio de una fábula, ya valiéndose del razonamiento, la prueba incontestable de que la política puede enseñarse. Refiere entonces la vieja leyenda de los dioses, encargando a Epimeteo y a su hermano Prometeo dar facultades diversas a todos los seres del universo, la imprevisión de Epimeteo, el mañoso robo de Prometeo en las fraguas de Hefesto, en fin, la intervención suprema de Zeus, dando liberalmente a cada uno de los mortales una parte de los bienes que aún no se habían repartido, la justicia y el pudor. Gracias a estas dos virtudes, que están en el fondo mismo de la política, nada más natural, ni más necesario, que el que todos los ciudadanos sepan deliberar sobre las cosas públicas. Esta ciencia es un don de los dioses. Y así es que no hay un hombre sobre la tierra que imagine otro hombre, es decir, un ser en todo semejante a él, privado de la idea de la justicia. He aquí cómo queda desvanecida la primera duda de Sócrates.

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