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—Pero, Sócrates, me parece que no debemos conceder tan ligeramente que la justicia sea santa y que la santidad sea justa, porque hay alguna diferencia entre ellas. ¿Pero qué hace esto al caso? Si quieres, yo consiento en que la justicia sea santa y que la santidad sea justa.

—¿Cómo, si yo quiero? —le dije—; no es esto lo que se trata de refutar; eres tú, soy yo, es nuestro propio convencimiento, y por lo pronto es preciso quitar, a mi parecer, ese si yo quiero, para ilustrar la discusión.

—Sea así —me respondió—; admitamos que la justicia se parece en cierta manera a la santidad, porque una cosa siempre se parece a otra hasta cierto punto. Lo blanco se parece en algo a lo negro, lo duro a lo blando, y así en todas las cosas que parecen las más contrarias. Estas partes mismas, que hemos reconocido que tienen propiedades diferentes, y que la una no es como la otra; quiero decir, las partes del semblante, si te fijas bien en ello, hallarás, que aunque sea en poco se parecen, y que son en cierta manera la una como la otra; y en este concepto podrías probar muy bien, si quisieses, que todas las cosas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a cosas que no tienen entre sí más que una pequeña semejanza, lo mismo que llamar desemejantes las que se diferencia muy poco; porque una ligera semejanza no hace las cosas semejantes; ni una diferencia ligera, desemejantes.

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