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—Sin duda.

—«Consiste su naturaleza en ser santa o impía», seguiría diciendo. Confieso que al oír esta pregunta, yo montaría en cólera, y diría a ese hombre: hablad mejor, os lo suplico; ¿qué habría de santo en el mundo, si la santidad misma no fuese santa? ¿No responderías tú como yo?

—Sí, Sócrates.

—Si después, continuando este hombre, preguntándonos, nos dijese: «¿pero qué es lo que habéis dicho hace un momento?, ¿habré entendido mal? Me parece que dijisteis que las partes de la virtud eran todas diferentes, y que la una jamás era como la otra». Yo le respondería: tienes razón, eso se ha dicho; pero si piensas que soy yo el que lo ha dicho has entendido mal; porque es Protágoras el que ha sentado esa proposición; yo no he hecho más que interrogarle. Entonces no dejaría de dirigirse a ti: «Protágoras», diría, «¿convienes en que ninguna de las partes de la virtud es semejante a otra? ¿Es esta tu opinión?». ¿Qué responderías?

—Me sería forzoso confesarlo, Sócrates.

—Hecha esta confesión, qué le responderíamos, si continuase en sus preguntas, y nos dijese: «¿Según tú, por consiguiente, ni la santidad es una cosa justa, ni la justicia es una cosa santa, sino que la justicia es impía y la santidad es injusta?». ¿Qué le responderíamos, Protágoras? Te confieso, que por mi parte le respondería que tengo la justicia por santa y la santidad por justa; y si tú no me lo impidieras, aseguraría por ti, que estás persuadido de que la justicia es la misma cosa que la santidad o, por lo menos, una cosa muy aproximada, y que la santidad es la misma cosa que la justicia o muy próxima a la justicia. Mira ahora, si me impedirías responder esto por ti, o si convendrías en ello.

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