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»He aquí, Sócrates, cuál es la fábula y cuáles son las razones de que he querido valerme para probarte que la virtud puede ser enseñada y que están persuadidos de ello todos los atenienses; y para hacerte ver igualmente que no hay que extrañar que los hijos de los padres más virtuosos sean las más veces poca cosa, y que los de los ignorantes salgan mejores, puesto que aquí mismo vemos que los hijos de Policleto, que son de la misma edad que Jantipo y Páralos, no son nada si se les compara con su padre, y lo mismo sucede con otros muchos hijos de nuestros más grandes artistas. Pero con respecto a los hijos de Pericles, que acabo de nombrar, no es tiempo de juzgarlos, porque da espera su tierna juventud.
Concluido este largo y magnífico discurso, Protágoras calló; y yo, después de haber permanecido largo rato en una especie de arrobamiento, me puse a mirarle como quien esperaba que dijese más, y cosas que yo aguarda con mucha impaciencia. Pero viendo que había efectivamente concluido, y después de hacer yo un esfuerzo para replegarme sobre mí mismo, me dirigí a Hipócrates y le dije: