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»Todos trabajan únicamente para hacer los hijos virtuosos, enseñándoles con motivo de cada acción, de cada palabra, que tal cosa es justa, que tal otra injusta, que esto es bello, aquello vergonzoso, que lo uno es santo, que lo otro impío, que es preciso hacer esto y evitar aquello. Si los hijos obedecen voluntariamente estos preceptos, se los alaba, se los recompensa; si no obedecen, se los amenaza, se los castiga, y también se los endereza como a los árboles que se tuercen. Cuando se los envía a la escuela, se recomienda a los maestros que no pongan tanto esmero en enseñarles a leer bien y tocar instrumentos, como en enseñarles las buenas costumbres. Así es que los maestros en este punto tienen el mayor cuidado. Cuando saben leer y pueden entender lo que leen, en lugar de preceptos a viva voz, los obligan a leer en los bancos los mejores poetas, y a aprenderlos de memoria. Allí encuentran preceptos excelentes y relaciones en que están consignados elogios de los hombres más grandes de la antigüedad, para que estos niños, inflamados con una noble emulación, los imiten y procuren parecérseles. Los maestros de música hacen lo mismo, y procuran que sus discípulos no hagan nada que pueda abochornarles. Cuando saben la música y tocan bien los instrumentos, ponen en sus manos composiciones de los poetas líricos, obligándolos a que las canten acompañándose con la lira, para que de esta manera el número y la armonía se insinúen en su alma, aún muy tierna, y para que haciéndose por lo mismo más dulces, más tratables, más cultos, más delicados, y por decirlo así, más armoniosos y más de acuerdo, se encuentren los niños en disposición de hablar bien y de obrar bien, porque toda la vida del hombre tiene necesidad de número y de armonía.

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