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»La única duda que queda en pie es la relativa a los hombres virtuosos. Preguntas de dónde nace que esos grandes personajes hacen que sus hijos aprendan todo lo que puede ser enseñado por maestros, haciéndolos muy hábiles en todas estas artes, mientras que son impotentes para enseñarles sus propias virtudes lo mismo que a los demás ciudadanos. Para responder a esto, Sócrates, no recurriré a la fábula como antes, sino que te daré razones muy sencillas, y para ello me basto solo. ¿No crees que hay una cosa, a la que todos los ciudadanos están obligados igualmente, y sin la que no se concibe ni la sociedad, ni la ciudad? La solución de la dificultad depende de este solo punto. Porque si esta cosa única existe, y no es el arte del carpintero, ni del herrero, ni del alfarero, sino la justicia, la templanza, la santidad, y, en una palabra, todo lo que está comprendido bajo el nombre de virtud; si esta cosa existe, y todos los hombres están obligados a participar de ella, de manera que cada particular que quiera instruirse o hacer alguna cosa, esté obligado a conducirse según sus reglas o renunciar a todo lo que quería; que todos aquellos que no participen de esta cosa, hombres, mujeres y niños, sean contenidos, reprimidos y penados hasta que la instrucción y el castigo los corrijan; y que los que no se enmienden sean castigados con la muerte o arrojados de la ciudad; si todo esto sucede, como tú no lo puedes negar, por más que esos hombres grandes, de que hablas, hagan aprender a sus hijos todas las demás cosas, si no pueden enseñarles esta cosa única, quiero decir, la virtud, es preciso un milagro para que sean hombres de bien. Ya te he probado que todo el mundo está persuadido de que la virtud puede ser enseñada en público y en particular. Puesto que puede ser enseñada, ¿te imaginas que haya padres que instruyan a sus hijos en todas las cosas, que impunemente se pueden ignorar, sin incurrir en la pena de muerte ni en la menor pena pecuniaria, y que desprecien enseñarles las cosas cuya ignorancia va ordinariamente seguida de la muerte, de la prisión, del destierro, de la confiscación de bienes, y para decirlo en una sola palabra, de la ruina entera de las familias? ¿No se advierte que todos emplean sus cuidados en la enseñanza de estas cosas? Sí, sin duda, Sócrates, y debemos pensar que estos padres, tomando sus hijos desde la más tierna edad, es decir, desde que se hallan en estado de entender lo que se les dice, no cesan toda su vida de instruirlos y reprenderlos, y no solo los padres sino también las madres, las nodrizas y los preceptores.