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»En la misma forma ten por cierto que el más injusto de todos los que están nutridos en el conocimiento de las leyes y de la sociedad sería un hombre justo, y hasta capaz de enseñar la justicia, si lo comparas con gentes que no tienen educación, ni leyes, ni tribunales, ni jueces; que no están forzados por ninguna necesidad a rendir homenaje a la virtud, y que, en una palabra, se parecen a esos salvajes que Ferécrates nos presentó el año pasado en las fiestas de Baco. Créeme, si hubieras de vivir con hombres semejantes a los misántropos que este poeta introduce en su pieza dramática, te tendrías por muy dichoso cayendo en manos de un Euríbates y de un Frinondas[14], y suspirarías por la maldad de nuestras gentes, contra la que declamas hoy tanto. Tu mala creencia no tiene otro origen que la facilidad con que todo esto se verifica y como ves que todo el mundo enseña la virtud como puede, te place el decir que no hay un solo maestro que la enseñe. Esto es como si buscaras en Grecia un maestro que enseñase la lengua griega; no lo encontrarías; ¿por qué? Porque todo el mundo la enseña. Verdaderamente, si buscaseis alguno que pudiese enseñar a los hijos de los artesanos el oficio de sus padres, con la misma capacidad que podrían hacerlo estos mismos o los maestros jurados, te confieso, Sócrates, con más razón, que semejante maestro no sería fácil encontrarlo; pero encontrar a los que pueden instruir a los ignorantes es cosa sencilla. Lo mismo sucede con la virtud y con todas las demás cosas semejantes a ella. Por pequeña que sea la ventaja que otro hombre tenga sobre nosotros para impulsarnos y encarrilarnos por el camino de la virtud, es cosa con la que debemos envanecemos y darnos por dichosos. Creo ser yo del número de estos, porque sé mejor que nadie todo lo que debe practicarse para hacer a uno hombre de bien, y puedo decir que no robo el dinero que tomo, pues aún merezco más según el voto mismo de mis discípulos. He aquí mi modo ordinario de proceder en este caso: cuando alguno ha aprendido de mí lo que deseaba saber, si quiere, me paga lo que hay costumbre de darme, y si no, puede ir a un templo, y después de jurar que lo que le he enseñado vale tanto o cuanto, depositar la suma que me destine.