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Convino en ello a pesar suyo, y yo continué.

—Es preciso que la sabiduría y la templanza sean una misma cosa, como antes vimos que la justicia y la santidad lo son con poca diferencia. Pero no nos cansemos, mi querido Protágoras, y examinemos lo que resta. Te pregunto por lo tanto: un hombre que comete una injusticia, ¿es prudente en aquello mismo en que es injusto?

—Yo, Sócrates —me dijo—, pudor tendría en confesarlo; sin embargo, es la opinión del pueblo en general.

—Pues bien, ¿quieres que me dirija al pueblo o que te hable a ti?

—Te suplico —me dijo— que por lo pronto te dirijas al pueblo.

—Me es igual —le dije—, con tal de que seas tú el que me responda, porque me importa poco que tú pienses de esta o de la otra manera, puesto que yo solo examino la cosa misma; y resultará igualmente que seremos examinados el uno y el otro; yo preguntando y tú respondiendo.

Sobre esto Protágoras puso sus reparos, diciendo que la materia era espinosa; pero al fin se decidió y se resolvió a responderme. Le dije:

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