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—Sócrates —me dijo—, me he tratado con muchos en todo lo largo de mi vida, y si hubiera hecho lo que exiges hoy de mí, y hubiera consentido en dejar cortar mis discursos por mis antagonistas, jamás hubiera obtenido sobre ellos tanta superioridad, ni el nombre de Protágoras se hubiera hecho célebre entre los griegos.

Al oír esto, conocí que no le gustaba esta manera de tratar las cuestiones, y que jamás se resolvería a sufrir interrogatorios. Viendo, pues, que no podía sostener ya por mi parte esta conversación:

—Protágoras —le dije—, no te apuro a que converses conmigo contra tu voluntad, ni a que nos valgamos de un método que te es desagradable; pero si quieres acomodarte a las condiciones de mi carácter y hablar de manera que pueda seguirte, me tienes a tus órdenes. Porque según todos dicen, y tú mismo lo confiesas, te es igual hacer discursos cortos que discursos largos, y con respecto a mí me es imposible seguir discursos difusos. Yo quisiera tener esta capacidad, pero en el supuesto de que te es indiferente adoptar uno u otro método, a ti te corresponde complacerme en este punto, para que nuestra conversación pueda continuar. Al presente, puesto que no te prestas a ello, y que yo no tengo tiempo para oírte por extenso, porque me llama otro negocio, adiós te digo, y por mucho placer que tendría en oír tus arengas, no puedo menos de marcharme.

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