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Luego que Protágoras habló de esta manera, todos los que estaban presentes le palmotearon; y yo, tomando la palabra:

—Protágoras —le dije—, yo soy un hombre naturalmente flaco de memoria, y cuando alguno me dirige largos discursos, pierdo el hilo de lo que se trata. Así como que si fuese yo tardo de oído y quisieses conversar conmigo, tendrías que hablarme en voz más alta que a los demás, acomodándote a mi defecto, en la misma forma tienes que abreviar tus respuestas, si quieres que yo te siga, puesto que estás hablando con un hombre de tan poca memoria.

—¿Cómo quieres que abrevie mis respuestas? ¿Quieres que las acorte más que lo que debo?

—No —le dije.

—¿Las quieres tan cortas como sea necesario?

—Eso es lo que yo quiero.

—¿Pero quién ha de ser juez para graduarlo? ¿Serás tú o seré yo?

—Siempre he oído decir, Protágoras, que eres muy capaz, y que puedes hacer capaces a los demás para hacer discursos largos o cortos, como se quiera; que nadie es tan afluente y tan extenso como tú, cuando quieres, así como tampoco tan lacónico, ni que se explique en menos palabras que tú. Si quieres por lo tanto que disfrute yo de tu conversación, aplica el segundo método, y te conjuro a que te valgas de pocas palabras.

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