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Diciendo esto, me levanté para retirarme, pero Calias, cogiéndome el brazo con una mano y agarrando mi capa con la otra:

—No te dejaremos marchar, Sócrates —me dijo—, porque si tú sales, se acabó la conversación. Te conjuro a que permanezcas aquí; nada puede halagarme tanto como oír tu disputa con Protágoras; te lo suplico, y nos darás gusto a todos.

Yo le respondí, estando en pie como en ademán de salir:

—Hijo de Hipónico, he admirado siempre el amor que profesas a la sabiduría, y hoy es un objeto de mi admiración y merece mis alabanzas. Ciertamente con toda mi alma haría lo que me pides, si fuera cosa posible; pero es como si me exigieras seguir en la carrera a un Crisón de Himera,[15] que es un joven, o a cualquiera de los que han salvado doce veces seguidas el estadio, o a algún hemeródromo.[16] Quisiera, Calias, tener toda la ligereza necesaria para competir, y lo deseo más que tú, pero esto es imposible. Si quieres vernos correr a Crisón y a mí, obtén de este que se ajuste a mi debilidad, porque no puedo correr tanto, y depende de él que marchemos más lentamente. Lo mismo te digo en este caso; si quieres que Protágoras y yo nos entendamos, suplícale que me responda en pocas palabras como lo hizo al principio, porque de otra manera ¿qué clase de conversación puede tener lugar? Yo he creído siempre que conversar con sus amigos y hacer arengas eran dos cosas muy diferentes.

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