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Esta conversación, en que Sócrates pasa alternativamente de las sutilezas de la dialéctica a los trasportes de la oda, se prolonga durante todo un día de verano; los dos amigos reposan muellemente acostados en la espesura de la hierba, a la sombra de un plátano, y sumergidos sus pies en las aguas del Iliso; el cielo puro del Ática irradia sobre sus cabezas; las cigarras, amantes de las musas, los entretienen con sus cantos; y las ninfas, hijas de Aqueloo, prestan su atención, embelesadas con las palabras de aquel que posee a la vez el amor de la ciencia y la ciencia del amor.

Fedro o de la belleza

SÓCRATES — FEDRO

SÓCRATES: —Mi querido Fedro, ¿adónde vas y de dónde vienes?

FEDRO. —Vengo, Sócrates, de casa de Lisias,[1] hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acúmeno, tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.

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