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SÓCRATES. —Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.
FEDRO. —Sí, en casa de Epícrates, en la casa Moriquia, que está próxima al templo de Zeus Olímpico.[2]
SÓCRATES. —¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún discurso.
FEDRO. —Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.
SÓCRATES. —¿Qué dices?, ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?
FEDRO. —Pues adelante.
SÓCRATES. —Habla pues.
FEDRO. —En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone un hermoso joven, solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.
SÓCRATES. —¡Oh!, es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo con todas las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería esta una idea magnífica y prestaría un servicio a los intereses populares.[3] Así es que yo ardo en deseos de escucharte, y ya puedes alargar tu paseo hasta Megara, y, conforme al método de Heródico,[4] volver de nuevo después de tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré.