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En los años sesenta y setenta, la Performance se situó principalmente en el ámbito de las galerías o en espacios públicos urbanos. Hay artistas que han realizado sus acciones en privado y las distribuyen exclusivamente en formato película o vídeo al espectador. A partir de los años ochenta, las acciones se producirán en teatros o clubes. También se observa en esta década una mayor preocupación en los autores por temas de carácter social y de marginación de algunos colectivos. Aparecen acciones relacionadas con el feminismo, el mundo gay, la pobreza, etc. Ya en los noventa, la Performance se convirtió en adalid de temas relacionados con la cultura, el sexo, etc., con la peculiaridad de que el artista puede modificar su propio cuerpo a lo largo de la acción, que deja de ser una realidad estable y consigue ser alterado y reconstruido a través de la cirugía plástica, la ingeniería genética o la tecnología en general.

La Performance contribuye igualmente, como el resto del accionismo, al proceso de desmaterialización del arte por su carácter efímero y antiobjetual. También es contraria a participar en el entramado mercantil del arte, porque no existe una obra final que pueda ser objeto de compraventa y cotización económica. El arte deja de ser un objeto con «valor de cambio» y recupera el «valor de uso» que le corresponde. Este rasgo lo convierte en un instrumento de concienciación, conocimiento e intercambio de ideas, porque ha sabido reflexionar sobre toda una serie de problemáticas individuales o sociales que conciernen al hombre del momento, inmerso en un neoliberalismo omnipresente.

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