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La guerra

La guerra en el siglo XVI fue una consecuencia natural del individualismo renacentista que empujaba al soberano de cada región a fortalecer su territorio para destacarlo sobre los demás, siempre y cuando tuviera el poderío económico y bélico que se lo permitiera. Con frecuencia, la diplomacia, invento de los venecianos del Quattrocento, era el instrumento empleado para debilitar a los países enemigos mediante funcionarios que residían en dichos países y que, además de informar a su soberano y negociar para él, eran espías, con redes de informantes, y promotores de causas subversivas. Estos diplomáticos debían tener la sangre fría para asegurar una cosa y hacer inmediatamente la contraria, y la astucia para asegurar el éxito de su misión.

Fue Carlos VIII de Francia quien, al invadir las regiones italianas a finales del siglo XV y principios del XVI, cambió la naturaleza de la guerra en Europa. La artillería francesa, por primera vez montada sobre vehículos móviles, disparó tal cantidad de cañonazos que fue destruyendo las murallas de los italianos. Éstos, para proteger sus fortalezas, comenzaron a recubrir sus muros con tierra para amortiguar los impactos de las balas de cañón y construyeron caminos parapetados en lo alto de los muros para facilitar el ataque y la huída. Los cañones, antes reservados al ataque urbano, se llevaron a los campos de batalla, lo que obligó al enemigo a abandonar sus posiciones protegidas y a quedar a merced de la infantería. También en esta época empezó la combinación de fuerzas (caballería, infantería y artillería) que caracteriza a la guerra moderna. Importantísima fue la adopción de armas de fuego manuales –como al arcabuz– que, por ser más fáciles de manejar y más eficientes en la batalla, fueron sustituyendo al arco y a la ballesta.


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