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Pero si la obra de arte quiere y necesita aparecer, es precisamente a nosotros; si tiende a hacerse presente es porque estamos en su presencia. La ejecución tiene lugar siempre ante un espectador que participa en ella. Y puede afirmarse con todo rigor que el espectador es incluso ejecutante, y más aún, cuando se trata de lectura, es el único ejecutante; pues el lector es el que percibe y, al proferir sonidos, al pronunciar, se percibe a sí mismo. Se comprende así que el espectador se vea urgido por un deseo análogo al del ejecutante: debe ser fiel y dócil a la obra, y asimismo se entenderá que toda percepción estética implica un quehacer, una tarea. Podríamos entrar ahora a examinar estas cuestiones, pero se hará oportunamente en el capítulo siguiente, al estudiar la relación entre la obra y el espectador, aunque no abordaremos allí tampoco todavía el problema de la percepción estética propiamente dicha, sino que trataremos de la contribución que el espectador aporta a la obra, ubicándonos, una vez más, en el punto de vista del perceptum, y no del percipiens.

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