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No es por evitar estos peligros por lo que hemos elegido estudiar la experiencia del espectador, pues a nuestro propósito le esperan, como se verá, los peligros inversos. Y pensamos que un exhaust ivo estudio de la experiencia estética debería unir de todas formas las dos aproximaciones. Pues, si es cierto que el arte supone la iniciativa del artista, es verdad también que espera la consagración de un público. Y, en profundidad, la experiencia del creador y la del espectador no se dan sin comunicación: pues el artista se hace espectador de su obra a medida que la crea, y el espectador se asocia al artista al reconocer su actividad en la obra. Por esto, limitándonos a la experiencia del espectador, tendremos asimismo que evocar al autor; pero el autor del que trataremos es el que la obra revela y no el que históricamente la hizo; y el acto creador no es necesariamente el mismo según sea el que realizó el autor o el que el espectador imagina a través de la obra. Es más, si hay que ser un poco poeta para gustar de la poesía o comprender la pintura, nunca será de la misma manera que el poeta o que el pintor reales: crear y fruir la creación seguirán siendo dos comportamientos muy diferentes, y que quizá se encuentren muy raramente en un mismo individuo; penetrar a través de los entresijos de la obra en la intimidad del artista no es ser artista. Ciertamente, si «la estética», considerada un instante como lo «religioso» o lo «filosófico», es decir, como una categoría del espíritu absoluto a la manera de Hegel, se encarna, si una «vida estética» se realiza, parece que será preferentemente en ciertos artistas ejemplares antes que en individuos pertenecientes a un público anónimo. ¿Cómo comparar la prolongada pasión del creador y la mirada feliz que se posa solo un instante sobre su obra? Si el arte tiene una significación metafísica, prometeica o no, ¿no es acaso por el querer oscuro y triunfante del que inventa un mundo? Sin duda. Pero, primeramente, no es seguro que el poeta verdadero tenga el alma poética que se abre ante el lector: una estética de la creación habría de explicar que el genio puede habitar a veces en personalidades que la psicología autoriza a catalogar de mediocres y debería también justificar que el espíritu «sopla» donde quiere. Y una estética del espectador se ahorra al menos la decepción de saber que Gauguin era un borracho, que Schumann murió loco, que Rimbaud abandonó la poesía por ganar dinero, y que Claudel no comprendió su propia obra. En segundo lugar, si se puede rendir homenaje al acto del genio, encontrarle un valor ejemplar y a veces un sentido metafísico, es yendo desde su obra a su vida, y, por consiguiente, a condición de que su obra sea reconocida primero; son el consentimiento y el fervor del público los que salvan a Van Gogh de ser solamente un esquizofrénico, Verlaine un borracho, Proust un invertido vergonzoso y Genet un golfo. En tercer lugar, si la experiencia del espectador es menos espectacular, no es menos singular y decisiva. Paradójicamente, se puede decir que el espectador que tiene la responsabilidad de consagrar la obra, y a través de ella de salvar la verdad del autor, debe necesariamente adecuarse a esta obra más que el artista para hacerla. Para desarrollarse en el mundo de los hombres la «estética» debe movilizar tanto la vida estética del creador como la experiencia estética del espectador.

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