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De doctrina, puesto que tendremos siempre que preguntarnos si el objeto estético, al estar unido a la percepción en la que aparece, se reduce a este aparecer o comporta un en-sí; tendremos que vérnoslas siempre con un idealismo o un psicologismo al acordarnos de que la percepción, estética o no, no crea un objeto nuevo, y que el objeto, en tanto que estéticamente percibido, no es diferente de la cosa objetivamente conocida o producida que solicita dicha percepción (esto es, en el darse, en el ocurrir, vamos a decirlo de una vez, de la obra de arte). En el interior de la experiencia estética que los une, se puede pues distinguir, para estudiarlos, el objeto y la percepción. Esta distinción aparece como legítima si se observa que la unidad del sujeto y del objeto no es un compuesto de naturaleza tal que sea reacio al análisis, y, más exactamente, si se tiene en cuenta que la intencionalidad que expresa esta unidad no excluye el realismo. Existe quizás un plano donde esta disociación no es posible, es aquel donde la reflexión fenomenológica desemboca en la reflexión absoluta a la manera de Hegel; donde se piensa la identidad de la conciencia y de su objeto, siendo conciencia y objeto dos momentos de la dialéctica del ser, inseparables y finalmente idénticos. Pero hay también otro plano donde la conciencia, en tanto que conciencia individual de un sujeto, capaz de atención, de saber y de diversas actitudes, surge al mundo, «llevada» por una individualidad, y se opone a este objeto: es aquí cuando el nivel transcendental se desliza hacia la antropología y cuando la fenomenología es una psicología sin psicologismo. Se puede pues considerar el sujeto aparte y a la conciencia como subjetiva, como modo de ser de ese sujeto; y el mismo objeto puede también ser tratado aparte. Pues la misma reflexión que descubre la relación del noema con la noesis, descubre también que esta relación se opera ya más acá de la conciencia, que es fundada en tanto que funda, y dotada de sentido a condición de que posea unos datos. Nosotros estamos en el mundo, y esto significa que la conciencia es principio de un mundo y que todo objeto se revela y se articula según la actitud que ella adopte y en la experiencia que incorpore, pero esto significa también que esta conciencia se despierta en un mundo ya arreglado donde se encuentra como heredera de una tradición, beneficiaria de una historia, y donde afronta por sí misma una nueva historia. Por lo tanto, la conciencia justifica así una antropología que muestre cómo se adapta a unos datos naturales o culturales, aunque tales datos no tengan sentido transcendentalmente más que en relación a ella. La conciencia constituyente es a la vez también una conciencia natural. Y esto porque: 1.º Se la puede describir en su advenimiento y en su génesis; 2.º Se puede presuponer su objeto y tratar del objeto antes que de la conciencia, aunque no haya objeto más que para una conciencia. Autoriza a ello también el hecho mismo de la inter-subjetividad que está en la raíz de la historia y que tiene su equivalente antropológico en lo que Comte llama la humanidad: hay siempre alguien para quien el objeto es objeto; yo puedo hablar del objeto que está delante de otro porque este objeto es tal ya para mí, o inversamente. En este sentido, si el objeto se presupone, si siempre es algo ya dado, la conciencia también se presupone, y está siempre ya presente. De esta forma el objeto es siempre relativo a la conciencia, a una conciencia, y esto es así precisamente por ser la conciencia siempre relativa al objeto, viniendo al mundo en una historia en la que es múltiple, donde la conciencia cruza la conciencia al reencontrar el objeto. Se puede pues distinguir entre objeto estético y percepción estética. Pero entonces, ¿cómo definir el objeto estético, y qué orden instituir entre los dos momentos del estudio?

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