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Esto plantea un problema de método. Si se parte de la percepción estética, se está tentado a subordinar el objeto estético a dicha percepción. Y se acaba entonces por conferir un sentido lato al objeto estético: es estético todo objeto que sea «estetizado» por una experiencia estética cualquiera; y por ejemplo se podría llamar objeto estético a la imagen, si es que la hay, que el artista se hace de su obra antes de haberla emprendido, a condición solamente de que se precise que se trata entonces de un objeto estético imaginario. Se podría igualmente extender el término a objetos del mundo natural: cuando hablamos de lo bello en la naturaleza se hace siempre en este sentido: la relación existente entre un pino y un arce que Claudel descubre en un camino japonés, una silueta inmovilizada un instante por la mirada, el paisaje contemplado al finalizar una escalada… son objetos estéticos con el mismo título que un monumento o una sonata. Pero la definición de experiencia estética carece entonces de rigor, porque no introducimos en tal definición del objeto estético suficiente precisión. ¿Y cómo conseguirlo? Subordinando la experiencia al objeto en lugar de subordinar el objeto a la experiencia, y definiendo el objeto mismo por la obra de arte.

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