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Pero otro problema se presenta asimismo, y al que no podemos dejar de prestar atención: entre las innumerables obras creadas por las diversas artes, ¿cuáles hay que tener por auténticas y elegirlas para referirnos a ellas? Hay en efecto, en el mundo cultural al cual pertenecemos y que es el pan cotidiano de todas nuestras experiencias, objetos cuya cualidad estética no se prueba siempre claramente: ¿es un sillón plenamente un objeto estético? ¿Lo es la vajilla de Limoges en la que como? ¿Hay grados en la cualidad estética, como lo sugiere tan claramente la distinción tradicional entre artes menores y mayores? El problema lo ha resuelto M. E. Souriau con una solución ingeniosa, que consiste en medir no la cualidad estética de un objeto dado, sino la cantidad de «trabajo artístico» que interviene en su producción: siendo definido el arte por su «función skeuopoética», es decir, como «actividad que apunta a crear cosas»,3 es posible distinguir, dentro de un proceso de fabricación dado, el trabajo propiamente creador y el trabajo simplemente productor, y así «establecer cuantitativa y rigurosamente el porcentaje, dentro del trabajo total (…), relativo al trabajo del arte».4 Pero esta solución recurre al análisis del quehacer estético y, desde el punto de vista del espectador, donde es nuestro propósito situarnos, no es seguro que la podamos asumir. Desde este punto de vista, podría aportarse una respuesta al problema por una encuesta sociológica que estableciera los criterios al uso en cada sociedad y en cada época para discriminar lo que es considerado como arte auténtico, como obra de un artista y no de un mero artesano o una simple curiosidad para un coleccionista.5

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