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Pero se puede también definir lo bello exactamente de manera tal que sea viable al mismo tiempo emprender una estética objetiva que no se vea forzada a debatir indefinidamente para justificar sus valoraciones. Lo bello, así, designa claramente un valor que está en el objeto y que testifica su ser. Se le presta ya un sentido óntico cuando se le sitúa entre otras categorías estéticas, como lo bonito, lo sublime o lo gracioso, categorías que apuntan menos a la impresión producida por el objeto que a su estructura misma, y que invitan a rendir cuenta de esta impresión por medio de esta estructura. Pero entonces parece que lo bello no puede dar lugar a un análisis tan preciso como el que se puede hacer de lo sublime, o de lo gracioso, de lo cual R. Bayer ha dado un estimable ejemplo; todas las definiciones que han propuesto sobre esto las estéticas dogmáticas parecen insuficientes. No obstante, un cierto arte, que se puede llamar clásico y cuyas tradiciones están aún vivas, se esforzó en hacer de lo bello una categoría estética determinada, y, lo que es más, una categoría predominante y exclusiva, insistiendo sobre ciertos rasgos dominantes, como la armonía, la pureza, la nobleza, la serenidad, de todo lo cual una Madona de Rafael, un Sermón de Bossuet, un edificio de Mansart o una sonata de iglesia dan una idea bastante aproximada. Y es el prestigio de obras de este tipo, –bellas en efecto– inspiradas por esta concepción lo que ha decantado durante mucho tiempo la reflexión estética hacia el tema de lo bello, sin que se cuestionara si lo bello, positivamente definido así por un cierto contenido, lejos de ser lo propio de todo objeto estético, no era más que una categoría particular, o una combinación de diversas categorías propias de ciertas obras solamente. Se ha confundido lo bello como signo de la perfección con lo bello como carácter particular; y, por esta confusión, se ha elevado a lo absoluto una cierta doctrina y una cierta práctica estética. Para disipar esta confusión, es suficiente observar, como hace Malraux, que entre las múltiples formas artísticas que se nos han propuesto desde que la tierra estética es redonda, muy pocas se han cuidado de la belleza como lo ha hecho el arte clásico, aunque precisamente más allá del arte clásico mismo se ha desarrollado tal noción sobre otras formas de arte, como ocurrió con el barroquismo de principios del siglo XVII, las cuales no han cesado apenas de hostigarla y ante las que ha debido ceder a veces, por ejemplo bajo las distintas especies de preciosismo. ¿Hay que decir que todas las obras en las que reina lo grotesco, lo trágico, lo siniestro o lo sublime, no son bellas, y como hizo Voltaire, hay que reprochar a Shakespeare las chanzas de los enterradores o, como Boileau, reprochar Scapin a Molière? Se ve inmediatamente que una acepción demasiado estrecha de lo bello es peligrosa: desemboca en un dogmatismo arbitrario y esterilizante. Más bien hay que rehusar a las obras denominadas clásicas el monopolio de la belleza, rehuir el empleo del término «bello» para designar una cierta categoría o un cierto estilo que se puede definir satisfactoriamente de otro modo, y que se debe definir de una manera tan pronto como se aspire a cierta precisión, y por el contrario reservar este término para designar una virtud que puede ser común a todo objeto estético. Pues las obras no clásicas son bellas también y «escuchan» al ser, pero en un sentido que desborda toda categoría estética y todo contenido particular.

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