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Pero esta descripción debe además distinguir la percepción estética de otros juicios que pronunciamos a veces, por los cuales instituimos una jerarquía entre las obras, como introducimos una jerarquía entre los seres y juzgamos por ejemplo que un héroe es más grande que un normal hombre honesto: así decimos que la música religiosa de un Bach es más grande que la música coral de un Lulli, o que en el mismo Hugo la epopeya es más grande que la elegía; así Boileau condena las Fourberies de Scapin en nombre del Misanthrope. Y sin duda Boileau se equivoca si rechaza que pueda ser la farsa un objeto estético, capaz de belleza, es decir si cree que la farjsa no es más que una comedia abortada. Tales juicios no pueden pronunciarse más que acerca de cosas que sean del mismo tipo y ante obras de igual belleza. Entonces el juicio de valor es legítimo pero incide menos sobre la belleza que sobre la grandeza, o mejor sobre la profundidad de la obra: sobre dimensiones que denominaríamos existenciales, tanto más cuanto que, como veremos, se asimila fácilmente la profundidad de la obra con la calidad humana de su creador. Ya no se trata entonces de cualidad estética: se trata de lo que dice el objeto y no de la forma en que lo dice; y ciertamente, esta revelación es esencial y se sitúa en el centro de la experiencia estética, pero, si autoriza una axiología existencial, no determina sin embargo un juicio de gusto; posiblemente la obra no tenga contenido y profundidad más que si es bella, pero este contenido por sí mismo no es mensurable por la belleza, Y el juicio que suscita en nosotros no es un juicio de gusto, la jerarquía de las obras que sugiere no es una jerarquía estética.

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