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Lo que la obra requiere ante todo de nosotros es una percepción que le dé criterio plenamente. O, es evidente que de una obra dada, y sea cual sea el juicio de gusto, pueden tenerse percepciones imperfectas, torpes o inacabadas, bien por una pobre ejecución cuando la obra necesita ser interpretada, como cuando una orquesta es mala, o bien por culpa de circunstancias, como cuando un cuadro es visto en un día inapropiado sea por causa del espectador, cuando está distraído, o incluso simplemente por su escasa educación artística o su inhabilidad. Estas percepciones fallidas, erróneas, no tienen como sanción un fracaso o una inadecuación en el orden de la acción, sino que impiden la aparición del objeto estético. Es pues interesante considerarlas, para comprender que el fin de la percepción estética no es otro que el descubrimiento constituyente de su objeto. Pero si se quiere definir el objeto estético, hay que suponer esta percepción ejemplar que lo hace aparecer; y no es arbitrario el enunciar el criterio de esta percepción: es la percepción por excelencia, la percepción pura, que no tiene otro fin que su propio objeto en lugar de resolverse en la acción, y esta percepción es exigida por la misma obra de arte tal como es y tal como se la puede describir objetivamente. Por lo demás, si tuviéramos alguna duda sobre este criterio, podríamos aún recurrir a lo empírico y fiarnos del juicio de los mejores.

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