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Esta aclaración cierra nuestra digresión sobre lo bello. Pues al reconocer lo que significa la belleza es cuando se puede comprender lo que es esta percepción estética ejemplar que debemos a la vez invocar para definir el objeto estético, y describir para definir la experiencia estética. Esta percepción, o, si se quiere, el juicio del gusto constitutivo de la experiencia estética, debe en principio: distinguirse de los juicios, a veces estrepitosamente manifestados, que expresan nuestros gustos, es decir que afirman nuestras preferencias. Aquellos plantean la irritante cuestión de la relatividad de lo bello, pues manifiestan que la sensibilidad estética es limitada y, parcialmente al menos, determinada a la vez por la naturaleza del individuo y por su cultura. Estas determinaciones pesan ante todo sobre nuestras preferencias, y nuestras preferencias no son constitutivas de la experiencia estética, pues no le añaden más que un cierto rasgo personal. Puede ser que determinen también el alcance de nuestra intención, nuestra ignorancia o nuestro desconocimiento: así los clásicos franceses del XVII literalmente «no veían» las catedrales góticas. Pero estos juicios de valor, que pueden así prevenir u ofuscar la percepción, le son extraños en principio a la experiencia estética porque no tienen, al igual que ella, como meta el de asir la realidad del objeto estético: el gusto no es el órgano de la percepción estética, puede todo lo más agudizarla o embotarla. Se puede percibir y reconocer una obra de arte sin gustar de ella, y se puede a la inversa gustar de una obra sin reconocerla como tal, como aquel que disfruta con una melodía, y hasta el fervor, por las reminiscencias que despierta en él. No obstante, el juicio de gusto, cuando no explicita nuestras preferencias, sino que registra lo bello, es decir cuando apenas es un juicio, aunque esté limitado en su aplicación, no es menos universal en su validez, precisamente porque deja hablar al objeto. La historicidad de los gustos no es una objeción a la validez del gusto; y, bien entendido, menos lo es aún a una descripción del objeto estético.

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