Читать книгу Cuarenta años y un día. Antes y después del 20-N онлайн

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Franco murió en la cama, como se repite con inquietud y aparente sorpresa en muchas ocasiones, ya sea con voluntad derogatoria o con tono de resignación. También lo hizo Salazar, aunque la Revolución de los Claveles tumbara a su sucesor –que de todas formas marchó al exilio– en 1974. El contexto de 1975 no era el de 1945, y sin el final de una guerra la precipitación de los dictadores fue muy diferente. Quince años más tarde fue el turno de los regímenes de la Europa del este, pero incluso en estos países los dirigentes –con la excepción de Ceaucescu– cayeron fruto del desmoronamiento global de un sistema, no solo de un cambio de régimen. No muy diferente tampoco fue el desenlace de las dictaduras latinoamericanas.

Pero el franquismo no se había desmoronado. Otra cosa es que sus fundamentos fueran mucho menos sólidos de lo que la aparente continuidad institucional pudiese aparentar o que se hubiesen convertido en insostenibles a corto plazo. De hecho, aunque para eso todavía faltaba un tiempo, el franquismo no sobrevivió a Franco, tal y como la oposición tuvo siempre como horizonte indudable. Esta era la cuestión clave, en definitiva: ¿cuál era la solidez del régimen a partir del día 21? E inexorablemente de la mano iba el otro gran interrogante: ¿cuál era la fuerza de la oposición para imponer o negociar cambios o rupturas? En los días posteriores, así como había sucedido en los meses inmediatamente anteriores, nadie tenía una respuesta clara. ¿Hasta qué punto el franquismo había generado formas de aceptación y consentimiento amplias, incluso masivas, en la sociedad? Un catedrático de sociología de la Universidad de Valencia había introducido la expresión «franquismo sociológico», concepto tan inadecuado desde un punto de vista científico como destinado a popularizarse y perdurar. En las dos últimas décadas, sin embargo, numerosos estudios históricos (en gran medida de base local y regional) han abundado en el debate sobre los apoyos y las actitudes ante el régimen, sus límites y sus cambios. Toda generalización es absurda y estaría fuera de lugar intentarla aquí en todo caso, pero sí parece posible afirmar que aceptación y rechazo fueron compartimentos no estancos, actitudes en muchas ocasiones contiguas, fluctuantes, tanto más difíciles de analizar por ello. El desarrollismo había mutado las bases económicas y sociales del país en algunos aspectos decisivos. Por otra parte, se habían producido, vinculados al desarrollismo o no, importantes cambios en las bases culturales de la sociedad española. El entramado institucional del Movimiento, por su parte, tenía todavía en 1975 una presencia real, pero espectral desde el punto de vista de la sociedad. Si bien el franquismo estuvo lejos de no influir en varias generaciones de españoles, de no configurar actitudes y valores, tampoco generó una legitimidad autónoma o suficiente. De hecho, cabe hablar incluso de que en 1975 la dictadura atravesaba abiertamente una crisis de legitimidad, lo que, como es bien sabido, es el motor de casi todos los cambios políticos, revolucionarios o gradualistas. El régimen franquista no tenía otro fundamento que la legitimidad de la guerra y la feroz represión de la posguerra. Nunca quiso ni pudo hacerlo olvidar, más allá de espasmódicos conatos como la campaña de los «25 años de paz». La dictadura de Franco, en efecto, acabó como había empezado, matando, reprimiendo.

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