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Entonces empezamos a entender por qué nuestra pasión llega a límites impensados en otras tierras. Resulta difícil que quien no conoce las innumerables dificultades que debieron sortearse para jugar un simple partido de fútbol pueda comprender un paro cardíaco previo a la ejecución de un tiro penal. Nosotros, en cambio, lo entendemos, claro que lo entendemos. No nos resulta extraño. Extraño es no emocionarse con el canto de una hinchada, extraño es no gritar un gol al clásico rival hasta quedar mudos, extraño es no sufrir por una derrota. Porque en realidad lo que en el fondo nos emociona, lo que nos hace gritar eufóricos, lo que hace que las derrotas duelan en el alma, es todo el camino recorrido.

No digo que quienes tuvieron siempre la mesa tendida no puedan disfrutar el banquete, claro que ellos también pueden alegrarse o amargarse con un resultado; pero me resisto a creer que la felicidad argentina en el 86 sea comparable con la alegría alemana del 90, o que la amargura de ellos en México pueda asimilarse a nuestra tristeza en Brasil.

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