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Papá murió cuando el último de los hermanos en seguir pre­guntando, dejó de preguntar cuándo volvía papá de viaje, cuando mamá dejó de llorar y salió un día de noche, cuando se acabaron las visitas que entraban calladitas y pasaban de frente al salón más oscuro del palacio (hasta en eso había pensado el arquitecto), cuando los sirvientes recobraron su mediano tono de voz al hablar, cuando alguien encendió la radio un día, papá murió.

Nadie pudo impedir que Julius se instalara prácticamente a vivir en la carroza del bisabuelo-presidente. Ahí se pasaba todo el día, sentado en el desvencijado asiento de terciopelo azul con exribetes de oro, disparándoles siempre a los mayordomos y a las amas que tarde tras tarde caían muertos al pie de la carroza, ensuciándose los guar­dapolvos que, por pares, la señora les había mandado comprar para que no estro­pearan sus uniformes, y pa­ra que pudieran caer muertos cada vez que a Julius se le anto­jaba acribillarlos a balazos desde la carroza. Nadie le impedía pasarse mañana y tarde metido en la carroza, pero a eso de las seis, cuando empezaba ya a oscurecer, venía a buscarlo una muchacha, una que su mamá, que era linda, decía hermosa la chola, de­be descender de algún indio noble, un inca, nunca se sabe.

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