Читать книгу Un mundo para Julius онлайн

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Solo Julius comía en el comedorcito o comedor de los niños, llamado ahora comedor de Julius. Aquí lo que había era una es­pecie de Disneylandia: las paredes eran puro Pato Donald, Cape­­rucita Roja, Mickey Mouse, Tarzán, Chita, Jane bien vestidita, Super­man sacándole la mugre probablemente a Drácula, Popeye y Olivia muy muy flaca; en fin, todo esto pintado en las cuatro paredes. Los espaldares de las sillas eran conejos riéndose a carcajadas, las patas eran zanahorias y la mesa en que comía Ju­lius la cargaban cuatro in­die­citos que nada tenían que ver con los indiecitos que la chola hermosa de Puquio le contaba mientras lo bañaba en Beverly Hills. ¡Ah!, además había un columpio, con su silletita colgante para lo de toma tu sopita, Julito (a veces, hasta Juliuscito), una cucharadita por tu mamá, otra por Cintita, otra por tu hermanito Bobicito y así su­cesivamente, pero nunca una por tu papito porque papito había muerto de cáncer. A veces, su madre pasaba por ahí, mientras lo columpiaban atragan­tándolo de sopa, y escuchaba los horrendos diminutivos con que la servidumbre arruinaba los nombres de sus hijos. «Realmente no sé para qué les hemos puesto esos nom­bres tan lindos», decía. «Si los oyeras decir Cintita en vez de Cinthia, Ju­lito en vez de Julius, ¡qué horror!». Se lo decía a alguien por teléfono, pero Julius casi no lograba escucharla porque, entre la sopa que se acababa, y el columpio que lo mecía abrazándolo como la planta del sueño, poco a poco se iba adormeciendo, hasta quedar listo para que la chola hermosa lo recogiera y se lo llevara a su dormitorio.

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