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–Darling –bostezaba, linda–, ¿quién se va a ocupar de mi de­sa­yuno?

–Yo, señora; voy a avisarle a Celso que ya puede subir el azafate.

Susan terminaba de despertar cuando divisaba a Vilma, al fon­do, en la puerta. Ese era el momento en que pensaba que podía ser descendiente de un indio noble, aunque blancona, ¿por qué no un inca?, después de todo fueron catorce.

Julius y Vilma asistían al desayuno de Susan. La cosa em­pezaba con la llegada del mayordomo-tesorero trayendo, sin el menor tintineo, la tacita con el café negro hirviendo, el vaso de cristal con el ju­go de naranjas, el azucarerito y la cucharita de plata, la cafetera también de plata, por si acaso la señora lo desea más cargado, las tos­tadas, la mantequilla holandesa y la mermelada inglesa. No bien arran­caban los soniditos del desayuno, el de la mermelada untada, el de la cucharilla removiendo el azúcar, el golpecito de la tacita contra el platito, el bocado de tostada crocante, no bien sonaban todos esos detalles, una atmósfera tierna se apoderaba de la habitación, co­mo si los primeros ruidos de la mañana hubieran desper­tado en ellos infinitas posibili­dades de cariño. A Julius le costaba trabajo que­darse tranquilo, Vilma y Celso sonreían, Susan desayunaba observada, ad­mirada, adorada, parecía saber todo lo que podía desencadenar con sus soni­ditos. De rato en rato alzaba la cara y los miraba sonriente, como preguntándoles: «¿Más soniditos? ¿Jugamos a los gol­pe­citos?».

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