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–Huarocondo –lo ayudó Cinthia, sonriente–. Ahorita bajo para que me acompañes a almorzar.
Minutos después, Julius entró por primera vez en la sección servidumbre del palacio. Miraba hacia todos lados: todo era más chiquito, más ordinario, menos bonito, feo también, todo disminuía por ahí. De repente escuchó la voz de Celso, pasa, y recordó que lo había venido siguiendo, pero solo al ver la cama de fierro marrón y frío comprendió que se hallaba en un dormitorio. Estaba oliendo pésimo cuando el mayordomo le dijo:
–Esa es la caja –señalándole la mesita redonda.
–¿Cuál? –preguntó Julius, mirando bien la mesita.
–Esa, pues.
Julius vio la que no podía ser. «¿Cuál?», volvió a preguntar, como quien busca algo en la punta de su nariz y espera que le digan ¿no ves?, ¡esa!, ¡ahí!, ¡en la punta de tus narices!
–Ciego estás, Julius; esta es.
Celso se inclinó para recoger la lata de galletas de encima de la mesa, se la alcanzó. Julius la cogió por la tapa, mal, se le destapó la lata: un montón de billetes y monedas sucias le cayeron sobre el pantalón y se regaron por el suelo.