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Una semana más tarde, Susan trató de resondrar a Cinthia por ser tan descuidada, por haber perdido la medallita de pla­ti­no que ¿te regaló?... pero en ese instante se le olvidó completamente quién se la había regalado y en cambio recordó que en estos días andaba más tranquilita, y ahora que se fijaba, hace por lo menos una semana que no se pone el traje negro.

–¿Y usted?

Se abalanzó sobre Julius, paradito ahí con las puntas de los pies separadísimas, volvió a sentir esa necesidad de que fuera un bebé y, en vez de decirle usted ya tiene cinco años, a usted ya deberíamos ponerlo en el colegio, le dio un beso oliendo deli­cioso.

–Mami está apurada, darling –dijo, volteando a mirarse en un espejo.

Luego se inclinó para que ellos alcanzaran sus mejillas, un mechón lacio, rubio, maravilloso se le vino abajo como siempre que se inclinaba, los enterró entre sus cabellos: Cinthia y Julius dejaron sus besos ahí, guardaditos, protegidos, para que le duren hasta que vuelva.

II

El entierro de Bertha unió a Cinthia y a Julius más que nunca; dueños ahora de un secreto común, andaban por todos lados juntos, aunque Cinthia prefería evitar las matanzas de indios des­de la carroza que fue del bisabuelo-presidente. Pero ello no creó ningún de­sacuer­do entre los dos y Cinthia aprovechaba esos momentos pa­ra hacer sus tareas escolares.

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