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–¡Todos los niños al jardín! –gritaba la tía Susana Lasta­rria–. ¡Allá están Rafaelito y su hermano! Víctor –decía, dirigiéndose al mayordomo–: haga pasar al jardín a los niños que vayan llegando.

El mayordomo obedeció y se quedó parado en la puerta, esperando que llegaran más invitados. Se quedó a desgano porque se le iban los ojos por Vilma, estaba buena.

Camino al jardín, cruzaron el inmenso corredor lleno de arma­du­ras, espadas, escudos, lleno de objetos de brusco metal, vasos enormes como para tomar sangre en las películas de terror y candelabros de fierro negro que descansaban pesadísimos sobre mesas como las que Robin Hood usaba para comer cuando andaba en buenas rela­cio­nes con los reyes de Inglaterra. A ambos lados del corredor, anchas puertas protegidas por implacables armaduras que adorada Cinthia sentía al pasar, dejaban entrever oscuros salones, el del billar, el del piano, el del tren eléctrico, el escritorio, el comedor, la biblioteca, el otro y todavía otro más que Vilma no lograba explicarse. «Llegamos», di­jo, por fin.

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