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Lo que tiene el tabaco es que no te cuentan lo bien que sirve para ahogar sentimientos. Posteriormente descubrí que en varios de los pabellones psiquiátricos animaban activamente a los pacientes a que fumaran, porque eso les facilitaba mucho el trabajo a los enfermeros. Para una persona que padece una enfermedad mental no hay nada más aterrador que un sentimiento. Positivo o negativo, eso da igual; sigue teniendo la capacidad de volvernos la cabeza completamente del revés sin dar la menor pista de cómo enfrentarnos a él de forma racional o razonable. Tengo al menos un cuarenta y tres por ciento más de posibilidades de suicidarme si no estoy fumando. Así que fumo. Siempre que puedo, todo lo que puedo. Las pocas veces que he intentado dejarlo siempre ha sido para complacer a otros: una chica, la familia, la sociedad. Nunca funciona. Se me da superbién orquestar una crisis gracias a la cual mis allegados vuelven a darme permiso para fumar. Si tenéis delante una pistola cargada (real o imaginada) y un paquete de tabaco, coged siempre el tabaco. Sé que ésta no es una opinión muy convencional. Pero os juro que a mí me funciona de maravilla. La mera idea de que voy a poder fumar en determinado acontecimiento del futuro, ya sea un concierto, una fiesta, una entrevista o un restaurante, me permite mantener cierto equilibrio. Si esto desaparece (en los aeropuertos, por ejemplo), te voy a dar por culo pero bien. Por eso en muchas ocasiones vuelvo a salir por los controles de seguridad para echar un último pitillo y después los paso de nuevo otra vez antes de coger algún vuelo. Compensa mogollón aunque haya que sufrir por enésima vez los abusos de los capullos de la Administración de Seguridad en el Transporte. No me enorgullezco de ello. Sé que por culpa de esto parezco gilipollas. Un esclavo. Un tremendo adicto que niega completamente su problema. Me da igual. Soy todo eso, y siempre les estaré ridículamente agradecido a las grandes empresas tabacaleras.

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