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Por eso, aprender a tocar el piano resulta exasperante, porque es una ciencia tan exacta como inexacta; hay una forma específica y válida de dominar la mecánica necesaria para llevar a cabo la interpretación física (esto depende incluso de atributos físicos como el tamaño de los dedos, su fuerza, hasta dónde abarcan, etcétera), y hay un camino inexacto, etéreo e intangible para encontrar el sentido y la interpretación de una pieza que se está aprendiendo. Y descifrar todo esto cuando eres un niño de diez años algo retrasado, que está completamente solo y emocional y físicamente jodido, no es fácil.

Recuerdo la primera ocasión en que me aprendí una pieza entera: la sensación de éxito, de placer total y absoluto que tuve. No importa que fuese la Ballade pour Adeline de Richard Clayderman (bueno, la verdad es que sí que importa un poco, no me queda otra que pedir disculpas), ni tampoco que seguramente me equivocara en mogollón de notas. Había aprendido algo, de memoria, y podía tocarlo hasta el final. Los arpegios quedaban muy rápidos e impresionaban, igual que les quedaban a los tíos que salían en mis cintas, y joder, aquello fue lo mejor que me había pasado en la vida. Madre mía, qué ganas tenía de tocarlo delante de otras personas, pero no había nadie que lo pillase, que lo escuchase y comprendiese lo que significaba. Tuve que guardármelo para mí por mucho que el corazón me estuviera estallando de ilusión, y, en cierto sentido, eso lo volvía aún más especial.

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