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Pero ahora tenía la música. Así que todo eso daba igual. Porque al fin contaba con una prueba definitiva de que todo iba bien. De que existía algo en este espantoso mundo de mierda que era solo para mí y que no tenía que compartir ni justificar, que era todo mío. Nada más lo era, a excepción de esto.

El colegio tenía un par de salas de ensayo en las que había unos pianos verticales viejos y destartalados. Fueron mi salvación. En cuanto tenía un momento libre me iba a tocarlos, me ponía a improvisar y trataba de unir sonidos que significaran algo. Desayunaba lo antes posible, antes que nadie, porque a esas alturas cualquier tipo de interacción social resultaba demasiado aterradora o revestía demasiado peligro; me sentaba solo y evitaba cualquier tipo de contacto, engullía los Rice Krispies cubiertos de azúcar blanco y luego me largaba a la sala de los instrumentos.

La verdad es que se me daba de culo. No es que importe, pero lo cierto es que lo hacía verdaderamente de pena. Si veis cualquiera de los miles de vídeos de YouTube en que salen niños asiáticos muy pequeños que se dedican a destrozar a Beethoven como si supieran lo que hacen, y después os los imagináis con tres dedos regordetes y el cerebro de una víctima de un derrame cerebral que además tiene alzhéimer, os podéis hacer cierta idea de cuál era mi nivel pianístico. Ahora me entra la risa floja cuando los padres me acercan a empujones a sus hijos, cuando firmo discos después de los conciertos, y me piden que les diga cuántas horas tiene que ensayar el pequeño Tom cada día para poder aprobar y llegar a tocar como un profesional. Suelo responder: «Las que quiera. Si no sonríe y no se lo pasa bien, no se preocupen. Si le ha picado el gusanillo del piano encontrará la forma de lograrlo».

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