Читать книгу Instrumental. Memorias de música, medicina y locura онлайн

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Pero eso me dio igual. De verdad. Si lo comparaba con todo lo que me estaba pasando, no era nada. Me pegaban con regularidad, les comía la polla a chicos mayores (y a empleados del colegio) a cambio de chocolatinas Mars (en esa época era más inocente: el dinero no significaba nada para mí, el azúcar lo era todo), me dedicaba a torturar animales (tritones, moscas, nada más grande que yo recuerde, por si eso mitiga la indignación de los amantes de los animales que haya entre vosotros), me escondía y pasaba incontables horas en una cabina cerrada de los aseos mientras sangraba o cagaba o follaba y mamaba. Me insinuaba a hombres de cierta edad y a chicos y hacía todo lo que me pedían porque..., bueno, porque era lo que me parecía lógico. Del mismo modo que estrecharle la mano a alguien era saludarlo, ponerte a disposición de un cabrón y un pervertido porque reconoces «esa» mirada (pederastas: que ni se os pase por la cabeza que podéis pasar desapercibidos para alguien que ha vivido esto) era algo absolutamente normal, lo esperado. Por ejemplo: con diez años, mientras estaba de vacaciones, entré con un tío de cuarenta y tantos (que se encontraba con su familia) en los baños para comerle la polla a cambio de un helado, y ni siquiera hoy considero que fuera un abuso porque yo lo decidí. Yo le hice el gesto con la cabeza. Yo lo conduje. Quería un helado.

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